En
el cuarto evangelio se muestra de forma clara el interés de la Iglesia de aquel
tiempo, en una proclamación de fe viva, cuanto que sus líneas insisten más en
la confesión de Jesús como Mesías e Hijo de Dios.
La
primera Iglesia comprendió que Jesús quería ser aceptado y reconocido como
Mesías, en cuanto a una completa e ilimitada vinculación a todo lo que Él sería
y significaría para sus seguidores; a todo lo que Él representaría y
manifestaría de su propia esencia. Por lo que toda representación de fe, dentro
de un concepto dogmático, debe suponer precisión y depuración para no moverse
en representaciones secas y estériles, o incluso para no dejarse llevar por lo
emocional.
Es por
esto, que la fe es una hazaña que plantea problemas difíciles al hombre
creyente, para que tenga la fuerza y la significatividad de una vinculación con
Dios en Cristo.
La
fe debe ser un sostén, un valor, una razón de vivir que permita al hombre
encontrar el apoyo en Dios. Lo que el evangelio de San Juan expone, es esta
fuerza motriz oculta en las personas que se activa a través de la gracia para
dar testimonio de la divinidad del resucitado, incluyendo la incredulidad de
Tomas, que aunque necesitó de pruebas visibles, su testimonio deja claro a
cualquier lector, que no es necesario ocuparlas para tener fe.
La
fe en Cristo reposa en el testimonio, que se convierte en la mejor respuesta a
la necesidad de aclaración racional de fe, que incluso la confesión de Tomas,
es más que una conclusión de lo que experimentó, ya que entre el salto ciego y
la seguridad racional, resalta una extensión de la verdad auténtica para el
creyente, que con fe y gracia es movido a expresar con impávida seguridad: ¡Señor mío y Dios mío!
Toda
la fe descansa en la convicción de que Dios ha resucitado a Jesús de entre los
muertos. En la primitiva Iglesia se oye hablar muy poco de demostraciones
racionales, pero también, como muy bien expresa Pablo, en sus cartas, la fe no
puede ser comparada con la visión inmediata (2Cor 5, 7); más bien, en la fe se resguarda
un carácter de apoyo, confianza, unión personal y vinculación total, orientada
solamente a Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres, como un testimonio,
que es el factor decisivo para los que no convivieron con Él.
Es
por esto, que este articulo quiere resaltar de manera especial la confesión de
Tomas, quien recibe como respuesta del mismo Jesús: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn20, 29),
aclarando esta unión personal basada en la confianza, el seguimiento y la
vinculación total con el resucitado, de una comunidad creyente que no se
condiciona por su presencia corporal, sino en una relación de amistad con Dios
y Jesucristo que debe ser cuidada, profundizada e intensificada, partiendo en
primer lugar, de ese paso de fe, basado en testimonios como el de Tomas en
Juan, o el de la primera carta de Pedro: “vosotros,
le amáis aunque no le habéis visto, creéis en Él sin verle y, creyendo,
rebosáis de una alegría indecible y resplandeciente” (1, 8).
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